Glorio se ha ido y hay que encontrarlo, no sabemos nada de él, pero contamos con la magnífica capacidad de mis neuronas para leer entre líneas, interpretar sus huellas y seguir su rastro. Puede que el camino sea largo, pero confiad en mí, le atraparé.


martes, 19 de julio de 2011

Capítulo VI

Me acomodé y vi pasar el paisaje en movimiento desde mi asiento petrificado.

Una especie de lago enorme se empeñaba en quedarse atrás mientras nosotros nos acercamos al horizonte, lamenté durante unos segundos que Amelia no estuviera a mi lado para explicarme, en uno de sus bla blás eternos, qué era esa enorme masa de agua en la que se reflejaba la luna.

Apagaron las luces de la cabina y pusieron una película. El argumento era interesante, trataba sobre la vida y la muerte y respondía a muchas preguntas “eternas”, no puedo dar muchos detalles porque no pude entenderlo absolutamente todo, estaba en turco y además me quedé dormido a la mitad. Al cabo de unos días me dijeron el título y lo anoté mentalmente para verla en casa, pero tampoco lo recuerdo con claridad, era algo con la palabra “solo”.

Aunque no entendía nada, me reía cuando todos lo hacían y suspiraba cuando la música lo indicaba. Y así, mientras un niño rubio que hablaba turco se comía un enorme helado de chocolate y trajinaba entre las cosas de sus padres para afeitarse, cerré los ojos y me relajé.

En menos de tres minutos todo empezó a difuminarse lentamente, las voces se apagaron y en frente de mí empezaron a trazarse las líneas que dibujaban una nueva irrealidad. Me estaba quedando dormido sin problemas, como había sucedido durante toda mi vida, eliminando de raíz algunos de los temores amasados en la noche anterior.

El calor templado y el ronroneo del motor ayudaron a que, involuntariamente, me quedara atrapado en un pozo de profunda tranquilidad, pero alguien, a quién yo no deseaba, vino a sacarme de las entrañas oscuras de ese precipicio de placeres, demasiado pronto.

El azafato nos despertó bruscamente. Mis parpados se levantaron perezosos, miré desconcertado alrededor y llamé la atención de Amelia.

-¿Dónde estamos?- pregunté adormecido.

-Dice que estamos en Trabzon_ respondió.

Miré por la ventana "no puede ser, aún es de noche"

El azafato se acercó de nuevo a nosotros y mientras señalaba la salida nos repitió en un susurro apresurado que teníamos que irnos.

Obedecimos hipnotizados por el sueño y salimos a la calle. El conductor ya se había preocupado de sacar nuestras cosas del maletero y de dejarlas en la acera. Aún faltaba un rato para que nos despertáramos del todo. El frío nos hacía temblar pero no éramos capaces de reaccionar y nos quedamos algunos minutos de pié, junto a nuestras mochilas, mirando a la oscuridad y bostezando con fuerza.

Una mujer regordeta, con velo, se acercó a nosotros sigilosa y felina y se dirigió a Amelia:

-Thea, Coffe, breakfast…- ofreció haciendo un amplio ademán con el brazo, señalando hacia un pequeño local que tenía las luces encendidas.

Estábamos en la estación de autobuses de Trabzon y ese era el único establecimiento que estaba abierto a esas horas. Seguimos a la turca y nos sentamos en la barra.

Sólo el tintineo de los vasos llenos y humeantes que llegaban sobre una bandeja rompió el silencio. Olfateamos el aroma del té y nos miramos los unos a los otros.

-Vamos a Masca- comentó Amelia mientras se ponía azúcar.

-¿A Masca? – repliqué- ¿Qué es eso? ¿No íbamos a Georgia?

- Robert dice que todo el mundo que viene a Trabzon pasa por Masca

-Ah, claro- contesté forzando una mueca – como “todo el mundo” ¿eh?- e hice una pequeña pausa para mirar al alemán con desprecio, él me devolvió la mirada tranquilo, levantando una ceja – y como Robert es como “toooodo el mundo”…come hierba, como todas las ovejas y…– rebusqué en la memoria pero me había vuelto a olvidar de un dicho. Aun y así el mensaje había llegado intacto a los oídos de Amelia que me miraba sorprendida

- ja ja ja – rematé para hundir más a Robert.

Amelia cerró los puños y apretó los dientes “ja!” pensé “se ha dado cuenta de lo idiota que es Robert”

- No, no – me contestó Amelia forzando tranquilidad – no es porque Robert sea una oveja…es porque Glorio, como todo el mundo, al venir a Trabzon quizás ha pasado por Masca y está allí ahora…

Carraspeé y miré hacia la puerta abierta y señalé con el dedo a una gallina que pasaba por en frente.

- Mira! Una oveja! – grité.

Con esa astuta acción lo que pretendía era lo que popularmente es conocido como cambiar de tema, obviamente no funcionó y Amelia siguió mirándome con una expresión indescriptible.

Afortunadamente el alemán, que se mantenía al margen de la conversación, se levanto de golpe, agarró sus cosas y nos hizo gestos para que le siguiéramos hasta la carretera, ya era de día. Fuimos detrás de él sin entender aún cual era su plan.

Una furgoneta destartalada de color blanco aceleraba por la carretera y se acercaba a nosotros a toda velocidad, Robert levantó el dedo y el vehículo se detuvo bruscamente, haciendo derrapar los neumáticos traseros. Era un “minibus” que cubría de forma regular el trayecto Trabzon Masca. Robert le contó a Amelia que eso era algo común en Turquía y ella lo tradujo al español.

Nos embutimos con cuidado en el interior, el chófer nos cobró el doble, un ticket por nosotros y otro por cada mochila que llevábamos, y es que era evidente que cada centímetro cuadrado era muy valioso en ese espacio.

Cada cuatro minutos y aunque pareciera imposible las ruedas traseras se hundían bruscamente en el asfalto para frenar, se abría la puerta y subía alguien más. En la parte delantera se sentaban exclusivamente mujeres y en la trasera hombres, no daba la impresión de que a nadie le molestaran los achuchones, ni los codazos, ni los empujones. Por lo general, además del olor a axila, humo y té, lo que se respiraba en el ambiente era cordialidad.

Atrapado en mi asiento noté como los rayos del sol recién llegado empezaban a tostarme la cara, con esfuerzo pude mover algunas articulaciones, cambiado de postura y quedando prácticamente empotrado contra la ventanilla de la derecha, las montañas se exhibían orgullosas en ese día radiante. 

- Masca! Masca!- saltó de pronto un anciano orgulloso, levantando el dedo y señalando un punto en la lejanía, presumiendo por la bonita estampa turca.

Y en efecto,  Masca era bonito, un pueblo alargado y de paredes de piedra, que había nacido en un pequeño valle verde espolvoreado por capas provisionales de nieve y alrededor de un pequeño río. A primera vista no parecía que ningún edificio tuviera más de cuatro pisos y alrededor del núcleo urbano se dibujaban grandes prados solo interrumpidos por una delgada línea gris por donde, más adelante, nosotros pasaríamos sobre esa furgoneta.

El chófer nos dejó en frente del único hotel del lugar. Dejamos nuestras cosas y salimos a la calle bien abrigados.

Caminamos siempre cerca del rumor de las aguas del riachuelo, entre callejones angostos y misteriosos, el aire cristalino nos dio energía y ganas de seguir buscando, fuimos hacia el Este de la aldea para luego volver al Oeste, al Norte para luego ir al Sur pero no encontramos ni rastro de Glorio.

De pronto Amelia se detuvo hipnotizada.

- Deberíamos entrar para preguntar – propuso como si nada, señalando la puerta de una casa de té en la que se anunciaba, entre otras cosas, chocolate caliente.

No esperó a que respondiéramos y entró en el local.

Los turcos levantaron la vista y dejaron de beber, de pestañear, de respirar, hasta el humo de los cigarrillos se estancó petrificado cuando Amelia atravesó la línea que separaba ese lugar del exterior, pero ella no aflojó el paso, se dirigió a la barra, pidió su chocolate y después del primer sorbo volvió en sí.

Ni los camareros, ni los clientes, ni si quiera la mujer del dueño, que había bajado corriendo del piso de arriba al oír que había entrado una mujer, y extranjera, en la casa de té y se asomaba, ataviada con su velo, por la rendija de las escaleras, sabían donde podía estar Glorio, aunque la mayoría había oído hablar de él.

De pronto todos empezaron a hablar en turco, levantaron la voz, apuraron sus vasos de té y apagaron sus cigarros, el humo volvió a fluir y todos se levantaron., Robert, Amelia y yo nos miramos intimidados, un grupo de hombres se acercó a nosotros y nos arrastró a la salida.

Entre frases en turco y un chapurreo primitivo en inglés se intuía a Glorio en el tema de conversación. La masa nos condujo, entre palmadas en la espalda y apretones de manos , a una avenida relativamente ancha. La gente con la que nos cruzábamos por el camino preguntaba qué pasaba, nos miraba y se unía a nosotros. Unos cien turcos nos escoltaban entre las calles de Masca y nosotros aun no acabábamos de entender por qué.

Nos detuvimos y Amelia me cogió del brazo.

- Si queremos encontrar a Glorio lo mejor es que nos subamos a una de éstas…- y con un gesto sutil me señaló una de las bicicletas que se alquilaban detrás nuestro.

Asentí aturdido, pero no entendía por qué Amelia decía eso.

- ¡Vamos! – me repitió Amelia nerviosa, cogiéndome del brazo - alquilemos una bicicleta…

No me dio tiempo a responder, un turco se acercó a mí y me pregunto algo en su idioma, no supe que responder pero él me sonrió y se fue satisfecho.

- No creo que la bici sea una buena idea Amelia – contesté mirando a la muchedumbre

Mi amiga me miró, bajó los brazos derrotada y paró la negociación con el tendero, estaba cambiando de idea. De repente un hombre de la multitud, con más ganas que habilidad, empezó a rebuscar en sus bolsillos hasta encontrar un billete arrugado y sucio, un murmullo general empezó a extenderse y los demás empezaron a imitarle. Todos querían pagarnos el alquiler de  nuestras bicis

- No, no…exclamé aturdido, pero una docena de brazos con un billete en el extremo se acercaba a nosotros imparable.

- Vamos, súbete y vámonos – me apresuró Amelia mientras tiraba unos billetes al suelo

Obedecí y me subí a la bici como pude. Pedaleamos con cuidado y llegamos a la carretera principal.

Decidí mantenerme detrás de mis compañeros de viaje,  miré al cielo y sin saber por qué sonreí, de vez en cuando nos cruzábamos con algún automóvil que nos hacía luces o con algún caminante que nos saludaba con la mirada.

Mientras mis rodillas se esforzaban en mantener el ritmo, forcé las fosas nasales para devorar una larga y placentera ración de aire fresco, cerré los ojos y me incorporé para poder disfrutar de todo lo que ese día me ofrecía.

Avancé algunos metros en esa postura hasta que algo, algún obstáculo en el pavimento, mi falta de habilidad o simplemente un mal de ojo de la tía del alemán, hizo que perdiera el control de la bicicleta y me torciera a la derecha.

Y entonces me acordé: “Nunca se me ha dado bien esto de montar en bici”. Abrí los ojos de par en par y vi como me acercaba cada vez más veloz al final de mi exitencia. Intenté mantener la calma y apreté los dos frenos a la vez, pero no funcionaron

-Aaaaaaaaaahhhhh!- grité involuntariamente.

Intenté frenar con las suelas de los zapatos pero me desequilibre y la rueda trasera se zarandeó durante un instante, rectifiqué asustado y miré de nuevo hacia el abismo.

-Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhh! – grité otra vez, aun más fuerte, se acercaba el fin.

Y aunque parezca que estoy exagerando, porque en realidad al final de esa cuesta tan empinada sólo había un prado sin nada que pudiera lesionarme o lastimarme y en el que lo más probable es que si dejaba de pedalear durante unos minutos me detuviera sin más. Aunque pueda parecer que incluso“cuesta tan empinada” es un término exagerado para describir esa bajadita leve que cualquiera podría haber subido marcha atrás. Lo cierto es que me sentí tan cerca de la muerte que, como en tantas teleseries y películas,
sentí que mi vida se aparecía frente a mí, en diapositivas, una detrás de la otra.

Vi una diapositiva de cuando era pequeño, siempre con Glorio y con mi madre. Luego, en un salto temporal, recordé el día que conocí a Amelia, no tenía más de seis años, estaba sentado frente al televisor, con Glo, y ella apareció a mi lado “es la hija de una amiga” dijo mi madre para presentármela “sabes que ver la televisión de tan cerca es malo para la vista” dijo ella, mezclando las eses con las zetas, en su primera repelencia, yo la miré pero no la escuché, como haría el resto de mi vida. A continuación contemplé  asustado la escena del día que Glorio se había ido de casa, de la ciudad, del país y recordé el día que salimos de casa, Amelia y yo, para buscarlo.

E íbamos bien, hasta que apareció él, ese hijo de la gran Prusia. Entonces vi el final de mi vida: Robert besaba a Amelia a contraluz, redibujando la línea del infinito, mientras yo moría en un fatídico y ridículo accidente de bicicleta.

No me gusto nada como acababa mi película, mi vida, mi todo, y volví en mí en un soplo instantáneo.

Armado con esa valentía feroz, provocada por la rabia y la envidia, pude reaccionar a tiempo, conseguí girar a la izquierda para dar una vuelta en U y ponerme de cara a la pendiente, la bicicleta se frenó bruscamente. Respiré tranquilo, estaba salvado, miré agradecido a la inmensidad pero me olvidé de poner los pies en el suelo y me caí lenta, segura y torpemente.

Me incorporé rápidamente y lo primero que hice fue comprobar que nadie había visto la escena.

-¿Estás bien?- gritó Amelia desde lo alto.

- Sí!- exclamé mientras buscaba alguna escusa para explicar mi posición- sólo quería ver qué había aquí abajo- improvisé.

Amelia no me creyó pero tuvo la delicadeza de disimular. Subí como pude y les sonreí avergonzado.

- ¿Quieres que descansemos? – propuso mi amiga

Iba a contestar que sí pero me fijé en el alemán. Nos miraba a un par de metros de distancia, subido en una postura perfecta sobre su sillín, apoyando una sola pierna para mantener el equilibrio, sin una gota de sudor en la frente, sin una sola señal de cansancio en su rostro.

- No… no estoy cansado –contesté con la mirada extasiada por el orgullo – sigamos – añadí -… y cuando queráis… – respiré hondo y miré desafiante a Robert- …cuando queráis paramos.

“Esto es la guerra” me dije mientras hundía con fuerza el primer pedal para ponerme en marcha. Empecé bien, todo un mecanismo de desesperación se desbordó y provocó que de mi interior brotaran cientos de miles de pequeños estímulos que provocaron un volcán de intenciones competitivas.

Me puse en cabeza rápidamente y aunque ni Amelia ni el alemán lo sabía, para mí el paseo en busca de Glorio se había convertido en una carrera, y ellos eran mis únicos adversarios.

“¡Vamos!” les gritaba cada pocos minutos. Ellos no entendían a qué venía mi hiperactividad repentina pero para mí ese “vamos” era toda una provocación.

Al igual que mis piernas las agujas del reloj tampoco se detuvieron, y fueron pasando las horas, no habíamos comido nada pero y ya hacía un rato que habíamos cruzado el mediodía.

Mi corazón empezó a acelerarse y martillearme fuertemente, y no sólo por la emoción de ir en cabeza. Los músculos empezaron a chirriar y los ruidos de alrededor, la cadena rozando los engranajes, las ruedas contra el asfalto, el rumor de la conversación que mantenían Robert y Amelia, la brisa constante, el cantar de los pájaros, todo desapareció para ser substituido por el sonido único de mi respiración desordenada.

Pronto empecé a ver puntitos negros que me tapaban lo que tenía delante. “Aun te quedan otros sentidos” me animé, y seguí pedaleando con esfuerzo “¡Va…mos!”  repetí sin poder decir las dos sílabas juntas,.

Mis pestañas no fueron capaces de detener las gotas de sudor que habían nacido en mi frente y que se empeñaban en llegar hasta los ojos, “Va…va….” Intenté decir.

- Ahí hay un monasterio – dijo Amelia desde atrás.

Me detuve en seco y la miré jadeando y secretamente agradecido.

- Un monasterio ¿eh?- respondí intentando disimular mi agotamiento.
Levanté la vista y vi el edificio, nacía de un precipicio y desde donde estábamos parecía que se pudiera caer sobre nosotros, no estaba lejos pero para llegar tendríamos que subir una cuesta empinada.

- Podríamos ir a visitarlo- propuso Amelia- quizás saben algo de Glorio y así podemos descansar…

- Descansar ¿eh? – y paré para coger aire y no ahogarme – claro…

Subimos la cuesta sin montarnos en las bicicletas y llegamos a la entrada, la puerta no estaba cerrada y entramos.

Detrás de la fachada se escondía una pequeña plaza rodeada por pequeñas edificaciones.

- Es el monasterio de Sümela – aclaró Amelia – es cristiano ortodoxo y el gobierno turco lo está remodelando desde hace un tiempo.

Caminamos sobre el suelo antiguo en silencio, Amelia miraba con atención la arquitectura y los grabados, se le veía entusiasmada con la experiencia. Robert la seguía a todos lados y simulaba interés, aunque miraba al reloj a menudo. Yo empecé a fijarme en todas las edificaciones, con atención, Amelia se acercó a mí sorprendida y me comento:

- Es fascinante, este edificio debe tener más de 1.500 años…

- Uuu, sí, interesante – respondí – ¿y en 1500 años a nadie se le ha ocurrido poner un restaurante?- pregunté 
 
Estaba anocheciendo y no habíamos comido nada durante todo el día, los crujidos de mi estómago amenazaban con tirar las paredes abajo o con comerme al alemán pero una voz atronadora hizo que los tres nos pusiéramos firmes.

Un hombre bajito y con barba larga nos miraba desde un corredor oscuro. Se acercó a nosotros con paso firme y nos obligó a seguirle. Sus sandalias golpeaban el suelo con diligencia y su voz mantenía las cosas en su sitio.

Llegamos a una pequeña sala sin ventanas y calurosa en la que habían carteles y mapas turísticos colgados en las paredes, nos invitó a sentáramos, nos miró unos segundos y de pronto estalló. Hizo aspavientos con los brazos, se levantó bruscamente y se paseó, levantó el tono y cuando consiguió que los tres nos olvidáramos del frío para tiritar de miedo se volvió a sentar y bajó la voz.

Hablando muy despacio y marcando cada sílaba nos explico en inglés que no podíamos estar allí, que él era solo el portero del lugar, que el monasterio estaba en obras y cerrado al público y que creía que volver a Masca a esas horas, con el frío que hacía y con la poca visibilidad de la carretera, era peligroso.

Intentamos tranquilizar al anciano, creíamos que podíamos volver sin problemas. Ante la mirada escéptica dél turco Robert se sacó la parca mugrienta y le enseñó la calidad del material, Amelia sacó el móvil e intentó explicarle, bloqueándolo y desbloqueándolo, que sería suficiente para iluminar el camino.

 El hombre  no paraba de golpear la mesa con el pulgar pero daba la impresión de que se estaba tranquilizando. Algo empezó a hacerme cosquillas en la nariz, miré el techo extrañado e intervine involuntario:

- Aaaaa – empecé – aaaaaaa –  el anciano paró de mover las manos para inclinarse hacia mí y no perderse nada – aaaaaaaaaaaaaa  – continué- aaaaaaaaaaaa-  Amelia se apartó algunos centímetros de mí, justo a tiempo - aaaaaaaaaaaaCHUS!

Pedí un pañuelo y me limpié.

- No! – añadió el turco. Se  levantó y nos dejo solos en la sala. Volvió al cabo de un rato con tres mantas polvorientas en la mano, las tiró en el suelo y nos obligó a recogerlas.

- Nos vamos de todas maneras – comentó Amelia – sólo hemos de salir y coger nuestras…

Estaba acabando la frase cuando vimos como el anciano arrastraba nuestras bicicletas y se las llevaba a las profundidades de un oscuro pasillo, impidiendo cualquier oportunidad de huida.

- Parece que hoy dormimos aquí…- rectificó.

Nos acomodamos y ante nuestra sorpresa el anciano nos trajo un plato humeante con una sustancia pegajosa y sabrosa en el interior, la devoramos con ganas y mientras Amelia y Robert cuchicheaban me tumbé en mi trozo de suelo.

Aun era pronto para quedarse dormido así que me levanté y salí de la pequeña habitación. Fui a la plaza de la entrada y contemplé el cielo estrellado, hacía mucho frío “achús!”. Volví al interior mirando el suelo y temblando, fregándome las manos para recuperar el calor, hasta que algo me detuvo en seco.

Levanté la vista y vi la barba del turco iluminada por una vela que sujetaba on ambas manos, sus ojos me miraron intransigentes y estrictos, intenté pasar de largo pero su cuerpo no me dejó seguir caminando

_ ¿Qué haces aquí? – me preguntó, en mi idioma, de forma clara y seca

Le miré intimidado “usted no hablaba mi idioma”

- Pregúntate eso a menudo –  repitió clavando sus penetrantes pupilas en mis ojos desconcertados -  "¿Qué haces aquí?"

Apagó la mecha de un soplido y siguió caminando, hacia las tinieblas de nuevo.

Volví a la pequeña habitación dando pasos cortos, con el cuerpo cortado, Robert y Amelia ya se habían quedado dormidos, me tumbé y cerré los ojos. 

Y así, asustado y confuso, tumbado sobre la piedra gris y dura, a punto de sumergirme en un resfriado terrible y sin entender por qué el portero del monasterio me había dicho lo que me había dicho intenté quedarme dormido. “¿Qué haces aquí?” me volví a preguntar en la soledad “pues verá” me dije orgulloso, hablando conmigo mismo “yo estoy buscando a Glorio”.

Y aunque en ese momento no lo sabía, esa respuesta no estaba nada mal.

Por lo que, amigo mío, aunque a veces parezca que me vaya a echar atrás, no lo dudes, estés donde estés, en Turquía o en Georgia, en Chiquistán o en Mandoleira, ahí estaré, siguiendo tus pasos, olfateando tu rastro,  recogiendo pistas, pagando tus cuentas, buscándote Glorio.

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