Glorio se ha ido y hay que encontrarlo, no sabemos nada de él, pero contamos con la magnífica capacidad de mis neuronas para leer entre líneas, interpretar sus huellas y seguir su rastro. Puede que el camino sea largo, pero confiad en mí, le atraparé.


jueves, 10 de marzo de 2011

Capítulo IV

“Glorio está en Georgia”

Era muy fácil de decir pero llegar a ese país desde la Capadocia, con nuestro presupuesto, no era moco de pavo.

Amelia y Robert, el hippie alemán, habían decidido que la mejor manera para llegar a nuestro objetivo era pasando por Ankara.

_ Robert dice que es más largo, más interesante y más entretenido…pero sobre todo más barato.

A mí la idea no me convencía, me opuse como de costumbre: usando argumentos infalibles y una retórica impoluta.

_ No creo que un hippie sea alguien de fiar Amelia…y la historia ya nos ha demostrado de qué son capaces  los alemanes… ¿Qué podemos esperarnos de este…? ¿de este...?

Como respuesta a todos mis esfuerzos solo obtuve una ráfaga de miradas inexplicablemente acusadoras de Amelia y la expresión extrañada del aludido, que no entendía ni pizca de español, pero que antes de comprender nada ya suponía que lo que yo decía era una tontería.

La verdad es que no quería enfadarme con nadie y acepté.

El viaje en autobús fue largo, doce horas cruzando la noche por una autopista casi desierta. Al llegar a Ankara estaba amaneciendo, el cielo era una mezcla de colores violáceos, no había casi gente en la calle, hacía frio y apenas había ruidos. La primera impresión que me dio ese lugar fue que era una ciudad gris.

Según Robert, Ulús era el barrio idóneo para encontrar alojamiento.  Pasamos por una docena de pensiones hasta que la parejita encontró una de su gusto, una lo suficientemente aventurera. Costaba lo mismo que la primera, unos doce euros la habitación, pero estaba mucho más sucia.

_ ¡Pero si cuesta lo mismo que la primera!

El prusiano me miró con el entrecejo torcido y media sonrisa durante una milésima de segundo, me dio la espalda y cogió su mochila para dirigirse a la nueva habitación.

Amelia me volvió a taladrar con la mirada y esperó a que Robert desapareciera.

_ Es una pena que no entiendas alemán, podrías aprender mucho de Robert…

Iba a contestar pero Amelia levantó aun más la voz.

_ Él no tiene problema con dormir en cualquier lugar…es libre ¿sabes?...es… es ¡un alma libre!

“¿Un alma libre?”

Pensé en una respuesta a eso e iba a decirla en voz alta pero Amelia ya estaba subiendo a la habitación.

Me giré desorientado y los dos recepcionistas turcos me miraban al borde del ataque de risa. “lo que faltaba” pensé. Me dirigí a la habitación resignado.

Amelia estaba sentada en la cama con su nuevo amigo, yo me metí en el baño y cerré.

Una cucaracha se espantó cuando encendí la luz, la bombilla desnuda parpadeaba y mostraba de forma intermitente los azulejos mugrientos y un agujero en el suelo, que supuse que era el wáter, de la pared asomaba un tubo oxidado, la ducha, no había lavamanos.

Las risas de Robert y Amelia provocaron que centrara mi atención hacia ellos.

_¿Qué pasa?_ pregunté desde el otro lado de la puerta.

_Robert tiene un plan_ respondió Amelia entusiasmada, amable, como si no acabara de gritarme.

Salí del baño, el alemán había desplegado un mapa arrugado de Turquía y estaba marcando algo con un bolígrafo.

_Podemos llegar a Hope, la última ciudad antes de llegar a Georgia, sin pagar ni un céntimo.

La miré levantando una ceja.

_Dice que podemos ir andando, cabalgando, haciendo autoestop…pero que conoce a un amigo que hace dos años cruzo Turquía sin gastarse ni un céntimo… ¡¿no es estupendo?!

No podía creerlo, menuda sarta de despropósitos. He de confesar que la idea me aterraba y que el sentido aventurero que ellos parecían compartir a mí no me inspiraba ninguna tranquilidad, de todas maneras lo que más me envenenaba era que Amelia decía amén a todos los sermones del recién conocido. 

_Y no crees Amelia, que si seguimos ese modus operandi nunca encontremos a Glorio.

Todos nos sorprendimos de la sensatez de mi argumento, Amelia parecía dudar pero finalmente respondió.

_No, no lo creo, yo creo que es la mejor manera de encontrarle.

Se hizo el vacío, no entendía nada. Simplemente me puse una bufanda y me fui de la habitación, ese alemán me estaba robando a la repelente de Amelia y no sabía qué hacer. Buscaría a Glorio por mi cuenta, le encontraría, recogería a Amelia y volveríamos a casa.

Bajé hasta la recepción y miré a los dos empleados del hotel. Uno estaba tras el mostrador de madera descorchada leyendo una revista y el otro estaba sentado en uno de los sofás marrones, que antaño habían sido burdeos, mirándose algo en los zapatos. Se irguieron de golpe y me saludaron con una sonrisa.

Uno de ellos se acercó a mí y empezó a hablarme en turco.  Me sentía como me había sentido en el gran Bazaar de Estambul, solo y desamparado. No le contesté y me fui, escapando de la situación y rezando casi por tropezarme de pronto con nuestro amigo desaparecido.

La calle del hotel era ancha, con mucho asfalto y ningún árbol, torcí a la derecha. No había casi nadie andando a esas horas por las aceras, eran las siete de la mañana.

Noté que uno de los recepcionistas me gritaba algo a solo algunos metros por detrás, aceleré el paso asustado. Un coche destartalado pasó a toda velocidad perdiéndose a lo lejos. El hombre volvió a gritar, estábamos solos en la acera, aligeré más el paso para alejarme pero notaba que él hacía lo propio. Cada vez estaba más cerca y yo estaba a punto de echarme a correr.

El frío se colaba en mis entrañas y el miedo me hacía temblar, respirada cada vez más deprisa.

“¿Dónde coño te has metido Glorio?”

El recepcionista me cogió del brazo con fuerza, hasta detenerme bruscamente. Intenté librarme pero el alzó la voz hasta dejarme congelado:

_¡Hey!, ¡hey!, !hey!

Me giré y encontré unos ojos azules detrás de una gran nariz turca, mirándome con severidad.

De pronto se formó una sonrisa en sus labios y me enseñó mi bufanda, se me había caído en la escalera.

Le miré avergonzado y me dio una palmadita en la espalda. Estuvimos un rato así, en la calle, observándonos. No sabía cómo salir de la situación, le di las gracias, en español, pero el hombre seguía ahí. Se me ocurrió que podía preguntarle desde dónde podría acceder a internet, era una escusa para librarme de él.

No funcionó. Entendió a que me refería y se ofreció para acompañarme.

Encaminamos la avenida hacia dónde él me dirigía. Yo seguía tiritando a intervalos irregulares, el hombre se dio cuenta y me paró con un golpe seco en el pecho. Volvió a asirme del brazo y me hizo entrar por una puertecilla oscura.

En el local había media docena de mesas llenas de hombres que se escondían detrás de una enorme cortina de humo. Todos fumaban y bebían té mientras jugaban a algo que yo no entendía. Como no había sitio el recepcionista me acercó a la barra y miró al camarero. En pocos segundos nos pusieron delante dos vasos de cristal con té hirviendo.

_Mustafá.

Le miré extrañado y repitió la palabra señalándose a sí mismo.

Mustafá me obligó a beber, el té estaba amargo pero sentí como mi cuerpo se templaba. En un cuenco había terrones de azúcar duro, mi nuevo protector me enseñó a ponerme uno entre los dientes y volvió a insistir para que bebiera, el sabor de la infusión mejoraba notablemente con ese sistema.

Tiró unas monedas encima de la barra y volvió a conducirme a la salida.

Ya no hacía falta que me agarrara del antebrazo para que no me separara de él. Seguimos caminando en silencio, unos cientos de metros. Poco a poco las calles iban llenándose de vida, cada vez había más tráfico y muchos tenderos empezaban a montar puestecitos de todo tipo en las aceras.

De vez en cuando Mustafá me miraba de reojo, pero su expresión era serena, paciente.

De los tonos violáceos del amanecer el cielo había pasado a ser de color oscuro amenaza. Los dos tuvimos que entornar nuestras miradas para resguardarnos de las fuertes rachas de viento que, de pronto, nos regalaba la inmensidad.

Calló el primer copo, lo vi sobre mis zapatillas oscuras. Alcé la vista y vi que una danza de compañeras heladas volaba por los aires hasta postrarse en lo primero que encontraban, empezaba a nevar, primero suavemente.

En pocos segundos una avalancha de gotas petrificadas en blanco empezaron a cubrirlo absolutamente todo.
Yo solo llevaba encima un jersey de lana y la bufanda, en pocos segundos me calé por completo. Mustafá me invitó a adéntrame en un portal para resguardarnos.

_¿Internet? _ me preguntó con media sonrisa, mientras se arreglaba el abrigo.

_¡Achús!_ respondí, me iba a recuperar para responde algo mejor pero_ ¡Aaachús!

Mustafá se rio y volvió a invitarme a acompañarle, esta vez corriendo, le seguí.

Se detuvo frente a una gran puerta, custodiada por dos leones asiáticos que vigilaban a ambos lados bajo y me apremió a entrar.

Entramos en un recibidor minúsculo y congelado en el que había una ventanilla y una puerta cerrada. Mustafá golpeó  el cristal con los nudillos hasta que apareció una turca con cara de pocos amigos. Hablaron y mi amigo le dio unos billetes.

Apareció un hombre por la puerta y nos dijo con un gesto sutil que le acompañásemos, bajamos unos escalones y nos encontramos en un recibidor más grande y más cálido revestido de mármol beige. Nos indicó otra puerta con la mano y nos adentramos. Era un vestuario.

Mustafá se desnudó y se cubrió con una toalla mientras sonreía emocionado, esperando lo que fuese que tuviéramos que esperar. Al principio dudé, pero mi ropa estaba empapada y congelada.

La toalla estaba caliente y el ambiente era agradable, Mustafá se dirigió a otra entrada y desapareció, yo le imité. Mis pies desnudos se encontraron con un suelo cálido revestido del mismo material que todo lo demás, mármol beige. La sala tenía forma circular y los techos eran muy altos. Había varias camas de esa piedra semipreciosa y sobre algunas de ellas había hombres estirados, algunos conversaban entre ellos y otros simplemente se relajaban con un masaje. Uno de ellos era Mustafá.

Me acerqué a él, me miró con cara de infinita satisfacción y me sonrió. Esperé a que unas manos sin rostro empezaran a masajear mi piel, empecé a sudar y a relajarme...

“¿Por qué se habrá ido Glorio? ¿Valdrá la pena buscarlo? Cosas como ésta me dicen que sí, que vale la pena.”


      “¿Y ese hombre, Mustafá? ¿qué consigue con todo esto?.... Su sonrisa lo dice todo”

      ”Amelia…”

      “Amelia…Le llevaré una taza de chocolate caliente cuando vuelva”


Y ese último pensamiento hizo que yo también sonriera.

Al cabo de una hora de satisfacciones y baños de vapor volvimos al vestuario, me duché y me vestí con la ropa limpia y seca que algún empleado había dejado en mi casilla. Pese a nuestras dificultades comunicativas: yo solo hablaba español y él solo hablaba turco, pudimos explicarnos muchas cosas.

Me contó que le había divertido como me había tratado Amelia y la cara que yo había puesto. Yo le conté que su hotel apestaba, él asintió. Aun y así, continué, su trato suplía con creces las deficiencias de la habitación que nos había dado. Su sonrisa ante esas palabras era franca.

Parecía mentira que el mundo frío y hostil que habíamos dejado fuera pudiese seguir existiendo, pero existía. La nevada había frenado pero el cielo seguía encapotado, empezamos a andar.

_¿Internet?_ comentó Mustafá con una sonrisa pícara. Yo asentí.

Volvimos al hotel sorteando montones de nieve virgen, al llegar a la entrada se paró y respiró hondo. Puso su mano sobre mi hombro y, antes de entrar en su recepción,  me señalo un local de internet que estaba a solo veinte pasos.   

Sonreí, Mustafá solo quería pasear conmigo.

En el cibercafé me dieron un ordenador que funcionaba francamente bien, aunque el teclado turco era horrible para un español, como todos los que me encontraría en el viaje.

De forma automática abrí varias páginas rutinarias. Nada nuevo, una tal Natie Barcelona, que no sabía por qué era mi amiga, había ido a una discoteca el viernes, alguien estaba viajando por Perú y un colega se había rapado el pelo ante la admiración de decenas de “comentaristas”.

Solo un mensaje en mi correo me llamó la atención: “sin asunto” y de “remitente desconocido”.

!Era de Glorio!



Estoy de camino a Hope, en algunos días cruzaré la frontera.

Nunca me olvidéis, nunca me abandonéis.


“¡A ha! el alemán no iba del todo desencaminado, está yendo a Georgia ¡y nosotros vamos a Hope!”. Pagué y salí corriendo en dirección a la habitación, me paré frente al hotel. Faltaba algo. Miré a mi alrededor y encontré un puesto de chocolate caliente.

Empecé a subir las escaleras entusiasmado, pero con cuidado, el vaso de cartón aun quemaba.

Abrí la puerta de una patada.

_ !Amelia!_ dije emocionado.

El alemán la rodeaba con los brazos, se estaban besando.

Es difícil de imaginar a un valiente soldado escapando de la batalla, no hay razón que entienda lo incomprensible, pero como reza el refrán árabe: "en momentos de oscuridad es cuándo mejor se ven las estrellas".  Y no, esta vez no... no tiene ningún sentido... no os voy a engañar.

Seguiré buscando a mi amigo, al querido, a Glorio. Él me lo pidió. Pero sinceramente, esta vez, creo que está más lejos que nunca.