Glorio se ha ido y hay que encontrarlo, no sabemos nada de él, pero contamos con la magnífica capacidad de mis neuronas para leer entre líneas, interpretar sus huellas y seguir su rastro. Puede que el camino sea largo, pero confiad en mí, le atraparé.


martes, 19 de julio de 2011

Capítulo VI

Me acomodé y vi pasar el paisaje en movimiento desde mi asiento petrificado.

Una especie de lago enorme se empeñaba en quedarse atrás mientras nosotros nos acercamos al horizonte, lamenté durante unos segundos que Amelia no estuviera a mi lado para explicarme, en uno de sus bla blás eternos, qué era esa enorme masa de agua en la que se reflejaba la luna.

Apagaron las luces de la cabina y pusieron una película. El argumento era interesante, trataba sobre la vida y la muerte y respondía a muchas preguntas “eternas”, no puedo dar muchos detalles porque no pude entenderlo absolutamente todo, estaba en turco y además me quedé dormido a la mitad. Al cabo de unos días me dijeron el título y lo anoté mentalmente para verla en casa, pero tampoco lo recuerdo con claridad, era algo con la palabra “solo”.

Aunque no entendía nada, me reía cuando todos lo hacían y suspiraba cuando la música lo indicaba. Y así, mientras un niño rubio que hablaba turco se comía un enorme helado de chocolate y trajinaba entre las cosas de sus padres para afeitarse, cerré los ojos y me relajé.

En menos de tres minutos todo empezó a difuminarse lentamente, las voces se apagaron y en frente de mí empezaron a trazarse las líneas que dibujaban una nueva irrealidad. Me estaba quedando dormido sin problemas, como había sucedido durante toda mi vida, eliminando de raíz algunos de los temores amasados en la noche anterior.

El calor templado y el ronroneo del motor ayudaron a que, involuntariamente, me quedara atrapado en un pozo de profunda tranquilidad, pero alguien, a quién yo no deseaba, vino a sacarme de las entrañas oscuras de ese precipicio de placeres, demasiado pronto.

El azafato nos despertó bruscamente. Mis parpados se levantaron perezosos, miré desconcertado alrededor y llamé la atención de Amelia.

-¿Dónde estamos?- pregunté adormecido.

-Dice que estamos en Trabzon_ respondió.

Miré por la ventana "no puede ser, aún es de noche"

El azafato se acercó de nuevo a nosotros y mientras señalaba la salida nos repitió en un susurro apresurado que teníamos que irnos.

Obedecimos hipnotizados por el sueño y salimos a la calle. El conductor ya se había preocupado de sacar nuestras cosas del maletero y de dejarlas en la acera. Aún faltaba un rato para que nos despertáramos del todo. El frío nos hacía temblar pero no éramos capaces de reaccionar y nos quedamos algunos minutos de pié, junto a nuestras mochilas, mirando a la oscuridad y bostezando con fuerza.

Una mujer regordeta, con velo, se acercó a nosotros sigilosa y felina y se dirigió a Amelia:

-Thea, Coffe, breakfast…- ofreció haciendo un amplio ademán con el brazo, señalando hacia un pequeño local que tenía las luces encendidas.

Estábamos en la estación de autobuses de Trabzon y ese era el único establecimiento que estaba abierto a esas horas. Seguimos a la turca y nos sentamos en la barra.

Sólo el tintineo de los vasos llenos y humeantes que llegaban sobre una bandeja rompió el silencio. Olfateamos el aroma del té y nos miramos los unos a los otros.

-Vamos a Masca- comentó Amelia mientras se ponía azúcar.

-¿A Masca? – repliqué- ¿Qué es eso? ¿No íbamos a Georgia?

- Robert dice que todo el mundo que viene a Trabzon pasa por Masca

-Ah, claro- contesté forzando una mueca – como “todo el mundo” ¿eh?- e hice una pequeña pausa para mirar al alemán con desprecio, él me devolvió la mirada tranquilo, levantando una ceja – y como Robert es como “toooodo el mundo”…come hierba, como todas las ovejas y…– rebusqué en la memoria pero me había vuelto a olvidar de un dicho. Aun y así el mensaje había llegado intacto a los oídos de Amelia que me miraba sorprendida

- ja ja ja – rematé para hundir más a Robert.

Amelia cerró los puños y apretó los dientes “ja!” pensé “se ha dado cuenta de lo idiota que es Robert”

- No, no – me contestó Amelia forzando tranquilidad – no es porque Robert sea una oveja…es porque Glorio, como todo el mundo, al venir a Trabzon quizás ha pasado por Masca y está allí ahora…

Carraspeé y miré hacia la puerta abierta y señalé con el dedo a una gallina que pasaba por en frente.

- Mira! Una oveja! – grité.

Con esa astuta acción lo que pretendía era lo que popularmente es conocido como cambiar de tema, obviamente no funcionó y Amelia siguió mirándome con una expresión indescriptible.

Afortunadamente el alemán, que se mantenía al margen de la conversación, se levanto de golpe, agarró sus cosas y nos hizo gestos para que le siguiéramos hasta la carretera, ya era de día. Fuimos detrás de él sin entender aún cual era su plan.

Una furgoneta destartalada de color blanco aceleraba por la carretera y se acercaba a nosotros a toda velocidad, Robert levantó el dedo y el vehículo se detuvo bruscamente, haciendo derrapar los neumáticos traseros. Era un “minibus” que cubría de forma regular el trayecto Trabzon Masca. Robert le contó a Amelia que eso era algo común en Turquía y ella lo tradujo al español.

Nos embutimos con cuidado en el interior, el chófer nos cobró el doble, un ticket por nosotros y otro por cada mochila que llevábamos, y es que era evidente que cada centímetro cuadrado era muy valioso en ese espacio.

Cada cuatro minutos y aunque pareciera imposible las ruedas traseras se hundían bruscamente en el asfalto para frenar, se abría la puerta y subía alguien más. En la parte delantera se sentaban exclusivamente mujeres y en la trasera hombres, no daba la impresión de que a nadie le molestaran los achuchones, ni los codazos, ni los empujones. Por lo general, además del olor a axila, humo y té, lo que se respiraba en el ambiente era cordialidad.

Atrapado en mi asiento noté como los rayos del sol recién llegado empezaban a tostarme la cara, con esfuerzo pude mover algunas articulaciones, cambiado de postura y quedando prácticamente empotrado contra la ventanilla de la derecha, las montañas se exhibían orgullosas en ese día radiante. 

- Masca! Masca!- saltó de pronto un anciano orgulloso, levantando el dedo y señalando un punto en la lejanía, presumiendo por la bonita estampa turca.

Y en efecto,  Masca era bonito, un pueblo alargado y de paredes de piedra, que había nacido en un pequeño valle verde espolvoreado por capas provisionales de nieve y alrededor de un pequeño río. A primera vista no parecía que ningún edificio tuviera más de cuatro pisos y alrededor del núcleo urbano se dibujaban grandes prados solo interrumpidos por una delgada línea gris por donde, más adelante, nosotros pasaríamos sobre esa furgoneta.

El chófer nos dejó en frente del único hotel del lugar. Dejamos nuestras cosas y salimos a la calle bien abrigados.

Caminamos siempre cerca del rumor de las aguas del riachuelo, entre callejones angostos y misteriosos, el aire cristalino nos dio energía y ganas de seguir buscando, fuimos hacia el Este de la aldea para luego volver al Oeste, al Norte para luego ir al Sur pero no encontramos ni rastro de Glorio.

De pronto Amelia se detuvo hipnotizada.

- Deberíamos entrar para preguntar – propuso como si nada, señalando la puerta de una casa de té en la que se anunciaba, entre otras cosas, chocolate caliente.

No esperó a que respondiéramos y entró en el local.

Los turcos levantaron la vista y dejaron de beber, de pestañear, de respirar, hasta el humo de los cigarrillos se estancó petrificado cuando Amelia atravesó la línea que separaba ese lugar del exterior, pero ella no aflojó el paso, se dirigió a la barra, pidió su chocolate y después del primer sorbo volvió en sí.

Ni los camareros, ni los clientes, ni si quiera la mujer del dueño, que había bajado corriendo del piso de arriba al oír que había entrado una mujer, y extranjera, en la casa de té y se asomaba, ataviada con su velo, por la rendija de las escaleras, sabían donde podía estar Glorio, aunque la mayoría había oído hablar de él.

De pronto todos empezaron a hablar en turco, levantaron la voz, apuraron sus vasos de té y apagaron sus cigarros, el humo volvió a fluir y todos se levantaron., Robert, Amelia y yo nos miramos intimidados, un grupo de hombres se acercó a nosotros y nos arrastró a la salida.

Entre frases en turco y un chapurreo primitivo en inglés se intuía a Glorio en el tema de conversación. La masa nos condujo, entre palmadas en la espalda y apretones de manos , a una avenida relativamente ancha. La gente con la que nos cruzábamos por el camino preguntaba qué pasaba, nos miraba y se unía a nosotros. Unos cien turcos nos escoltaban entre las calles de Masca y nosotros aun no acabábamos de entender por qué.

Nos detuvimos y Amelia me cogió del brazo.

- Si queremos encontrar a Glorio lo mejor es que nos subamos a una de éstas…- y con un gesto sutil me señaló una de las bicicletas que se alquilaban detrás nuestro.

Asentí aturdido, pero no entendía por qué Amelia decía eso.

- ¡Vamos! – me repitió Amelia nerviosa, cogiéndome del brazo - alquilemos una bicicleta…

No me dio tiempo a responder, un turco se acercó a mí y me pregunto algo en su idioma, no supe que responder pero él me sonrió y se fue satisfecho.

- No creo que la bici sea una buena idea Amelia – contesté mirando a la muchedumbre

Mi amiga me miró, bajó los brazos derrotada y paró la negociación con el tendero, estaba cambiando de idea. De repente un hombre de la multitud, con más ganas que habilidad, empezó a rebuscar en sus bolsillos hasta encontrar un billete arrugado y sucio, un murmullo general empezó a extenderse y los demás empezaron a imitarle. Todos querían pagarnos el alquiler de  nuestras bicis

- No, no…exclamé aturdido, pero una docena de brazos con un billete en el extremo se acercaba a nosotros imparable.

- Vamos, súbete y vámonos – me apresuró Amelia mientras tiraba unos billetes al suelo

Obedecí y me subí a la bici como pude. Pedaleamos con cuidado y llegamos a la carretera principal.

Decidí mantenerme detrás de mis compañeros de viaje,  miré al cielo y sin saber por qué sonreí, de vez en cuando nos cruzábamos con algún automóvil que nos hacía luces o con algún caminante que nos saludaba con la mirada.

Mientras mis rodillas se esforzaban en mantener el ritmo, forcé las fosas nasales para devorar una larga y placentera ración de aire fresco, cerré los ojos y me incorporé para poder disfrutar de todo lo que ese día me ofrecía.

Avancé algunos metros en esa postura hasta que algo, algún obstáculo en el pavimento, mi falta de habilidad o simplemente un mal de ojo de la tía del alemán, hizo que perdiera el control de la bicicleta y me torciera a la derecha.

Y entonces me acordé: “Nunca se me ha dado bien esto de montar en bici”. Abrí los ojos de par en par y vi como me acercaba cada vez más veloz al final de mi exitencia. Intenté mantener la calma y apreté los dos frenos a la vez, pero no funcionaron

-Aaaaaaaaaahhhhh!- grité involuntariamente.

Intenté frenar con las suelas de los zapatos pero me desequilibre y la rueda trasera se zarandeó durante un instante, rectifiqué asustado y miré de nuevo hacia el abismo.

-Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhh! – grité otra vez, aun más fuerte, se acercaba el fin.

Y aunque parezca que estoy exagerando, porque en realidad al final de esa cuesta tan empinada sólo había un prado sin nada que pudiera lesionarme o lastimarme y en el que lo más probable es que si dejaba de pedalear durante unos minutos me detuviera sin más. Aunque pueda parecer que incluso“cuesta tan empinada” es un término exagerado para describir esa bajadita leve que cualquiera podría haber subido marcha atrás. Lo cierto es que me sentí tan cerca de la muerte que, como en tantas teleseries y películas,
sentí que mi vida se aparecía frente a mí, en diapositivas, una detrás de la otra.

Vi una diapositiva de cuando era pequeño, siempre con Glorio y con mi madre. Luego, en un salto temporal, recordé el día que conocí a Amelia, no tenía más de seis años, estaba sentado frente al televisor, con Glo, y ella apareció a mi lado “es la hija de una amiga” dijo mi madre para presentármela “sabes que ver la televisión de tan cerca es malo para la vista” dijo ella, mezclando las eses con las zetas, en su primera repelencia, yo la miré pero no la escuché, como haría el resto de mi vida. A continuación contemplé  asustado la escena del día que Glorio se había ido de casa, de la ciudad, del país y recordé el día que salimos de casa, Amelia y yo, para buscarlo.

E íbamos bien, hasta que apareció él, ese hijo de la gran Prusia. Entonces vi el final de mi vida: Robert besaba a Amelia a contraluz, redibujando la línea del infinito, mientras yo moría en un fatídico y ridículo accidente de bicicleta.

No me gusto nada como acababa mi película, mi vida, mi todo, y volví en mí en un soplo instantáneo.

Armado con esa valentía feroz, provocada por la rabia y la envidia, pude reaccionar a tiempo, conseguí girar a la izquierda para dar una vuelta en U y ponerme de cara a la pendiente, la bicicleta se frenó bruscamente. Respiré tranquilo, estaba salvado, miré agradecido a la inmensidad pero me olvidé de poner los pies en el suelo y me caí lenta, segura y torpemente.

Me incorporé rápidamente y lo primero que hice fue comprobar que nadie había visto la escena.

-¿Estás bien?- gritó Amelia desde lo alto.

- Sí!- exclamé mientras buscaba alguna escusa para explicar mi posición- sólo quería ver qué había aquí abajo- improvisé.

Amelia no me creyó pero tuvo la delicadeza de disimular. Subí como pude y les sonreí avergonzado.

- ¿Quieres que descansemos? – propuso mi amiga

Iba a contestar que sí pero me fijé en el alemán. Nos miraba a un par de metros de distancia, subido en una postura perfecta sobre su sillín, apoyando una sola pierna para mantener el equilibrio, sin una gota de sudor en la frente, sin una sola señal de cansancio en su rostro.

- No… no estoy cansado –contesté con la mirada extasiada por el orgullo – sigamos – añadí -… y cuando queráis… – respiré hondo y miré desafiante a Robert- …cuando queráis paramos.

“Esto es la guerra” me dije mientras hundía con fuerza el primer pedal para ponerme en marcha. Empecé bien, todo un mecanismo de desesperación se desbordó y provocó que de mi interior brotaran cientos de miles de pequeños estímulos que provocaron un volcán de intenciones competitivas.

Me puse en cabeza rápidamente y aunque ni Amelia ni el alemán lo sabía, para mí el paseo en busca de Glorio se había convertido en una carrera, y ellos eran mis únicos adversarios.

“¡Vamos!” les gritaba cada pocos minutos. Ellos no entendían a qué venía mi hiperactividad repentina pero para mí ese “vamos” era toda una provocación.

Al igual que mis piernas las agujas del reloj tampoco se detuvieron, y fueron pasando las horas, no habíamos comido nada pero y ya hacía un rato que habíamos cruzado el mediodía.

Mi corazón empezó a acelerarse y martillearme fuertemente, y no sólo por la emoción de ir en cabeza. Los músculos empezaron a chirriar y los ruidos de alrededor, la cadena rozando los engranajes, las ruedas contra el asfalto, el rumor de la conversación que mantenían Robert y Amelia, la brisa constante, el cantar de los pájaros, todo desapareció para ser substituido por el sonido único de mi respiración desordenada.

Pronto empecé a ver puntitos negros que me tapaban lo que tenía delante. “Aun te quedan otros sentidos” me animé, y seguí pedaleando con esfuerzo “¡Va…mos!”  repetí sin poder decir las dos sílabas juntas,.

Mis pestañas no fueron capaces de detener las gotas de sudor que habían nacido en mi frente y que se empeñaban en llegar hasta los ojos, “Va…va….” Intenté decir.

- Ahí hay un monasterio – dijo Amelia desde atrás.

Me detuve en seco y la miré jadeando y secretamente agradecido.

- Un monasterio ¿eh?- respondí intentando disimular mi agotamiento.
Levanté la vista y vi el edificio, nacía de un precipicio y desde donde estábamos parecía que se pudiera caer sobre nosotros, no estaba lejos pero para llegar tendríamos que subir una cuesta empinada.

- Podríamos ir a visitarlo- propuso Amelia- quizás saben algo de Glorio y así podemos descansar…

- Descansar ¿eh? – y paré para coger aire y no ahogarme – claro…

Subimos la cuesta sin montarnos en las bicicletas y llegamos a la entrada, la puerta no estaba cerrada y entramos.

Detrás de la fachada se escondía una pequeña plaza rodeada por pequeñas edificaciones.

- Es el monasterio de Sümela – aclaró Amelia – es cristiano ortodoxo y el gobierno turco lo está remodelando desde hace un tiempo.

Caminamos sobre el suelo antiguo en silencio, Amelia miraba con atención la arquitectura y los grabados, se le veía entusiasmada con la experiencia. Robert la seguía a todos lados y simulaba interés, aunque miraba al reloj a menudo. Yo empecé a fijarme en todas las edificaciones, con atención, Amelia se acercó a mí sorprendida y me comento:

- Es fascinante, este edificio debe tener más de 1.500 años…

- Uuu, sí, interesante – respondí – ¿y en 1500 años a nadie se le ha ocurrido poner un restaurante?- pregunté 
 
Estaba anocheciendo y no habíamos comido nada durante todo el día, los crujidos de mi estómago amenazaban con tirar las paredes abajo o con comerme al alemán pero una voz atronadora hizo que los tres nos pusiéramos firmes.

Un hombre bajito y con barba larga nos miraba desde un corredor oscuro. Se acercó a nosotros con paso firme y nos obligó a seguirle. Sus sandalias golpeaban el suelo con diligencia y su voz mantenía las cosas en su sitio.

Llegamos a una pequeña sala sin ventanas y calurosa en la que habían carteles y mapas turísticos colgados en las paredes, nos invitó a sentáramos, nos miró unos segundos y de pronto estalló. Hizo aspavientos con los brazos, se levantó bruscamente y se paseó, levantó el tono y cuando consiguió que los tres nos olvidáramos del frío para tiritar de miedo se volvió a sentar y bajó la voz.

Hablando muy despacio y marcando cada sílaba nos explico en inglés que no podíamos estar allí, que él era solo el portero del lugar, que el monasterio estaba en obras y cerrado al público y que creía que volver a Masca a esas horas, con el frío que hacía y con la poca visibilidad de la carretera, era peligroso.

Intentamos tranquilizar al anciano, creíamos que podíamos volver sin problemas. Ante la mirada escéptica dél turco Robert se sacó la parca mugrienta y le enseñó la calidad del material, Amelia sacó el móvil e intentó explicarle, bloqueándolo y desbloqueándolo, que sería suficiente para iluminar el camino.

 El hombre  no paraba de golpear la mesa con el pulgar pero daba la impresión de que se estaba tranquilizando. Algo empezó a hacerme cosquillas en la nariz, miré el techo extrañado e intervine involuntario:

- Aaaaa – empecé – aaaaaaa –  el anciano paró de mover las manos para inclinarse hacia mí y no perderse nada – aaaaaaaaaaaaaa  – continué- aaaaaaaaaaaa-  Amelia se apartó algunos centímetros de mí, justo a tiempo - aaaaaaaaaaaaCHUS!

Pedí un pañuelo y me limpié.

- No! – añadió el turco. Se  levantó y nos dejo solos en la sala. Volvió al cabo de un rato con tres mantas polvorientas en la mano, las tiró en el suelo y nos obligó a recogerlas.

- Nos vamos de todas maneras – comentó Amelia – sólo hemos de salir y coger nuestras…

Estaba acabando la frase cuando vimos como el anciano arrastraba nuestras bicicletas y se las llevaba a las profundidades de un oscuro pasillo, impidiendo cualquier oportunidad de huida.

- Parece que hoy dormimos aquí…- rectificó.

Nos acomodamos y ante nuestra sorpresa el anciano nos trajo un plato humeante con una sustancia pegajosa y sabrosa en el interior, la devoramos con ganas y mientras Amelia y Robert cuchicheaban me tumbé en mi trozo de suelo.

Aun era pronto para quedarse dormido así que me levanté y salí de la pequeña habitación. Fui a la plaza de la entrada y contemplé el cielo estrellado, hacía mucho frío “achús!”. Volví al interior mirando el suelo y temblando, fregándome las manos para recuperar el calor, hasta que algo me detuvo en seco.

Levanté la vista y vi la barba del turco iluminada por una vela que sujetaba on ambas manos, sus ojos me miraron intransigentes y estrictos, intenté pasar de largo pero su cuerpo no me dejó seguir caminando

_ ¿Qué haces aquí? – me preguntó, en mi idioma, de forma clara y seca

Le miré intimidado “usted no hablaba mi idioma”

- Pregúntate eso a menudo –  repitió clavando sus penetrantes pupilas en mis ojos desconcertados -  "¿Qué haces aquí?"

Apagó la mecha de un soplido y siguió caminando, hacia las tinieblas de nuevo.

Volví a la pequeña habitación dando pasos cortos, con el cuerpo cortado, Robert y Amelia ya se habían quedado dormidos, me tumbé y cerré los ojos. 

Y así, asustado y confuso, tumbado sobre la piedra gris y dura, a punto de sumergirme en un resfriado terrible y sin entender por qué el portero del monasterio me había dicho lo que me había dicho intenté quedarme dormido. “¿Qué haces aquí?” me volví a preguntar en la soledad “pues verá” me dije orgulloso, hablando conmigo mismo “yo estoy buscando a Glorio”.

Y aunque en ese momento no lo sabía, esa respuesta no estaba nada mal.

Por lo que, amigo mío, aunque a veces parezca que me vaya a echar atrás, no lo dudes, estés donde estés, en Turquía o en Georgia, en Chiquistán o en Mandoleira, ahí estaré, siguiendo tus pasos, olfateando tu rastro,  recogiendo pistas, pagando tus cuentas, buscándote Glorio.

Capítulo V

Cuando se apagaron las luces y me tumbé en la cama cerré los ojos, había sido un día largo, sentía las rodillas pesadas y me dolía un poco la cabeza.

Suspiré y me sorprendí mirando al techo, algo me molestaba terriblemente.

“Qué extraño” pensé, me tapé minuciosamente, quizás era eso, o la almohada, o el pijama.

Cambié de postura, quité la almohada, me arregle la camiseta y volví a fijarme en el techo mugriento, no, no era eso. Me destapé inquieto y reflexioné “¿qué me pasa? …Quiero quedarme dormido y no puedo... ¿Por qué?”

Y es que hasta donde llegaba mi memoria no era capaz de recordar una sola vez en la que hubiera tardado más de tres minutos en quedarme dormido. Esa noche solitaria y fría, en la lejana y gris Ankara, estaba siendo mi primera y terrorífica noche de insomnio.

Tan grande era mi ignorancia en esa materia que cuando entendí que no podría dormir me pregunté si las horas de oscuridad, esas en las que toda mi vida había dormido como un lirón, pasaban a la misma velocidad que las horas del día. Después de estar removiéndome inquieto en la cama durante un buen rato, cada vez más nervioso y angustiado, entendí que no. No pasan a la misma velocidad, las horas nocturnas son mucho más lentas y agotadoras que las diurnas.

Me levanté de la cama con cuidado y sin hacer ruido, ya me había acostumbrado a la falta de luz y veía perfectamente las siluetas de las cosas de la habitación. Vi a Amelia y Robert, que habían juntado sus camas y dormían muy cerca, me exasperé unos  segundos, alejando un poco más cualquier posibilidad de quedarme dormido.

Era eso, varios temas me atormentaban y yo no estaba acostumbrado al tormento. Seguí paseando por la habitación, elucubrando sobre Amelia, el alemán y Glorio. Todo ese remolino de ideas era inútil y desesperante, solo descubría nuevas preguntas, ninguna respuesta, y eso hacía que me sintiera cada vez más desconcertado y temeroso.

Para intentar alejarme de esa espiral de pensamientos infinitos y dañinos me acerqué a la ventana. Estaba nevando con fuerza, las aceras se veían desiertas y una farola solitaria que parpadeaba iluminaba la calle de en frente. Un perro escuálido se acercó desde la lejanía.

Me senté en el marco y le contemple. No parecía que el frío le importara lo más mínimo, andaba tranquilamente y por el balanceo repentino de su rabo cualquiera diría que se alegraba de ver a la soledad.

“Perro  afortunado” me dije envidioso “seguro que tú puedes dormir esta noche…”

Amaneció de pronto. Bajamos a desayunar y mientras esperábamos a que nos sirvieran algo para beber  Amelia habló:

_Queríamos hablar contigo…_ empezó

Llegó la bandeja con los cafés y Amelia se detuvo. Olfateé mi taza y di un par de sorbitos, el aspecto de mi cortado era estupendo pero había algo en el sabor que no me convencía, levanté la vista extrañado y Amelia continuó.

_ Es sobre Robert.

_ Aaah… Robert…_ e hice una pausa para contemplar al alemán_... Robert, ¿eh? qué interesante…

E inmediatamente volví a fijarme en el café “este sabor me recuerda a algo…pero ¿dónde he probado yo algo así?”, no era capaz de recordar.

_No te habíamos dicho nada porque no sabíamos como reaccionarías…

_A ha…_ contesté removiendo el liquido marrón con la cucharita, el fallo tenía que ser de la leche porque el aroma del café era aceptable, incluso bueno_ ¡Camarero! ¡Venga aquí por favor!

Empecé a pensar en cómo expresaría mi disgusto por el sabor extraño de mi cortado mientras Amelia continuaba con uno de sus interminables bla blás.

_ …en resumen: que Robert es gay _sentenció

El turco acababa de llegar pero no le dije nada acerca del café. Guardé silencio y aunque me esforcé en mantener el semblante serio no pude retener la alegría y la expresé con sonoras carcajadas de felicidad “¡Robert gay….es gay…gay!” me repetía por lo bajo, ilusionado.

Glorio se unió a la fiesta y rodeó mi hombro con su brazo.

_!Amelia! y Glorio está aquí, ¡ya podemos volver a casa!

Pero Amelia seguía sentada.

_Ya hemos encontrado a Glorio_  repetí levantando la voz, pero ella ni siquiera me miraba, sólo sonreía cada vez más lejos, ajena a todo y, lo peor de todo, ajena a mí.
.
_¡¡Amelia, escucha!... ¡es Glorio!!... ¡Amelia vuelve!!

Mi voz empezó a doler, se tornó angustiosa hasta desaparecer, en pocos segundos fui incapaz de emitir ningún sonido, Glorio se había esfumado y era el alemán quién me abrazaba, impidiendo que me moviera.

_Despierta…_ dijo una voz _  Hemos de irnos…

Volví a sentir mis rodillas, y mi dolor de cabeza y mi respiración. Amelia me estaba zarandeando con cuidado, me había quedado dormido en el marco de la ventana, envidiando a un perro raquítico

Bajamos adormecidos al Hall del hotel, aun no había amanecido y Mustafá seguía roncando en uno de los sofás de la recepción.

Me despedí en voz baja, a algunos metros de distancia, consciente de que probablemente nunca más volvería a verle y de que había sido un placer conocerle. Me dirigí a la salida arrastrando los pies y abrí la puerta.

No había absolutamente nadie en la calle y las aceras se habían helado.

_ ¿Dónde vamos? _ pregunté en voz baja, concentrándome en mirar donde pisaban mis pies para no resbalar con ningún charco congelado.

_ Vamos a Trabzon, es una ciudad quee stá de camino a Hope, hemos de buscar a alguien que nos lleve_ me contestó Amelia sin ni siquiera mirarme.

"Glorio está de camino a Hope..." me acordé

_ ¿autostop? _pregunté levantando la voz y la vista _menuda estupidez…

Sabía que ese comentario podía molestar a Amelia pero me daba absolutamente igual, si alguien tenía que estar resentido esa mañana era yo.

Continuamos avanzando en silencio, el viento aullaba entre las esquinas desiertas y oscuras, poco a poco fue amaneciendo y aunque el tiempo no mejoró, y seguía tronando de vez en cuando, las calles de la ciudad fueron cobrando vida.

Como si se tratara de una coreografía ensayada todos los habitantes de Ankara fueron cubriendo sus puestos, llegaron los vendedores, los compradores, los paseantes, los escolares, los autobuses úrbanos, los repartidores de correos.. llegaron todos y sabían perfectamente dónde tenían que ponerse, por dónde tenían que ir y, en apariencia, por qué hacían lo que estaban haciendo. 

Tuvimos que ralentizar el ritmo para no molestar a nadie con nuestras pesadas mochilas. Me alejé algunos metros de la parejita pero no los perdí de vista, A veces Robert la rodeaba con su brazo y Amelia se dejaba caer sobre el costado. Cada vez estaba más seguro y amargado, nunca encontraríamos a Glorio y , aunque procuré mantenerme siempre a la misma distancia, me sentía cada vez más lejos de mi mejor amiga.

Caminamos por delante de la estación de autocares pero pasamos de largo, no era un sistema lo suficiente aventurero para ellos. Me indigné y comenté lo poco inteligente que me parecía esa actitud pero, fuera por la distancia o porque no querían responderme, daba la impresión de que mi aportación no había llegado a ninguna parte y que se había perdido en el camino.

Entre pausas y empujones conseguimos atravesar el bazar, encaramos una avenida ancha y menos transitada y pudimos volver a acelerar el paso. Tan concentrado estaba en donde pisaba y en mí mismo que cuando me fijé en lo que nos rodeaba parecía que ya no estábamos en Ankara

Habíamos llegado a un escenario vacío, un escenario sin coreógrafos, era un barrio de las afueras en el que no había ni un alma en la calle. Las aceras no estaban terminadas y los edificios de alrededor estaban en construcción. Todos estábamos ya cansados y el frío se nos clavaba agresivo en los huesos, pero no paramos hasta que Amelia tiró su mochila sobre un pedazo de plástico y dijo que estaba agotada.

Un trueno hizo que los tres levantáramos las vista hacia al cielo, empezó a chispear aguanieve. Amelia me miró y yo me enfadé, además no recordaba por qué no había traído ningún chubasquero para el viaje pero, dentro de mí, también culpaba a Amelia de eso.

Enfadado y sin decir nada me arrastré a mí y a mis cosas bajo una lona impermeable  usada, probablemente, para resguardar material de construcción.

_ Buuuneno…_ dije alargando la “u” _ …¿y el plan de los señores vendría siendo?

Amelia y Robert me siguieron  pero no contestaron. Me senté y, mientras los cielos tamborileaban el techo de plástico que nos cubría, les di la espalada.

Por el rabillo el ojo vi que alemán sacaba un libro de las entrañas de su bolsa y, en una postura perfecta, con la rodilla doblada en un ángulo lo suficientemente estético y la espalda apoyada en mi amiga, empezaba a leer. 

A Amelia le brillaron los ojos al ver ese gesto, "puaj" pensé. Volví hacia mi mochila, saqué algo de comer y mientras masticaba miré a Robert como un rumiante cuando mira a la nada “¿Será verdad? pensé ¿será verdad que éste tipo sabe dónde está Glorio?”

Seguí masticando con fuerza, el frío había congelado mi barrita de cereales y estaba muy dura. Me cansé de masticar e intenté tragar de golpe pero no funcionó, empecé a toser de forma nerviosa y desesperada, me estaba atragantando, Amelia  intentó ayudarme.

Por algún motivo mientras mi garganta se esforzaba en mover el pedazo de comida y Amelia me daba golpecitos en la espalda mis ojos asfixiados y llorosos se centraron en las páginas del libro que Robert tenía en sus manos.

“Un momento” me dije “ese libro está al revés”, e intenté decirlo a Amelia a modo de noticia acusadora, pero fue inútil, mis cuerdas vocales seguían ocupadas tosiendo, la miré , suplicante "¡mira Amelia, no está leyendo! no está leyendo!" quise haberle dicho, pero seguía ahogándome y no podía hablar, eso me dio tiempo para reflexionar.

"No te precipites, no le acuses todavía, ella se pondría de su lado, además a lo mejor en Alemania tienen un alfabeto al revés " Miré a mi amiga, por su cara de susto adiviné que me estaba poniendo azul " hay algo en ese alemán que no es cebada limpia" Amelia empezó a pegarme realmente fuerte "o trigo limpio...o como se diga" las lagrimas me nublaron la visión pero mi cuerpo reaccionó a tiempo:

_Cof, cof, cof…_ el pedacito rebelde salió disparado al fin y recuperé el aire y la capacidad de hablar 

_ Gracias Amelia…_ comente cogiendo aire a bocanadas_... y una pregunta… ¿el alemán y el español tienen el mismo alfabeto?

_ Sí…_ me contestó con cuidado, sin entender muy bien a qué venía la pregunta.

“Comprendo…” me dije en voz baja y algo hizo que Robert también porque cuando Amelia aún estaba hablando nos miró de reojo y volteó el libro apresuradamente.

Empezó a oscurecer y cada vez parecía más probable que nos quedáramos a dormir bajo esa  tela impermeable. No daba la impresión de que a ellos les preocupara, Amelia y el alemán empezaron a hablar, Robert sacó su saco de marca europea que aguantaba hasta menos treinta grados bajo cero y lo señaló tranquilo.

“Maldita Amelia, tampoco trajo mi saco de cuando era Boy scout, ¡se lo dije!”

Me senté y crucé los brazos refunfuñando.

Cada vez nevaba con más fuerza, me ajusté la parca y empecé a enumerar mentalmente todos los motivos por los que Amelia y Robert eran los culpables de absolutamente todo.

De pronto, y sin que yo le prestara mucha atención, Amelia se levantó apresurada y se dirigió a la carretera levantando la mano. Los frenos de un autocar turístico empezaron a chirriar de forma desagradable hasta detener el gran vehículo.

_¡¡Van dirección Tabzon!!_ gritó Amelia desde la puerta del automóvil, resguardándose de la lluvia con la mano.

Ni el alemán ni yo nos resistimos a la oferta. Cogimos nuestras cosas y corrimos hacia ella, sonreímos al conductor y después de limpiarnos los zapatos con la alfombrilla entramos al interior.

Robert y Amelia se sentaron delante de mí. Un azafato se acercó a ellos y les dijo algo en inglés con acento turco.

- hemm… – carraspeó Amelia mirándome tímidamente – dice que son cincuenta turkish lira… (unos 25 euros…)

Pague encantado y pedí algo de beber. Mientras entraba en calor y  acomodaba mi espalda sobre el cómodo respaldo reclinable del asiento de lujo, llamé a Amelia tocándole el hombro.

_Oye, Oye…- dije como si no viniera a cuento- me encanta hacer autostop...pero la próxima vez podemos ir directamente a la estación de autocares.

Incomprensiblemente el comentario no le hizo ninguna gracia.

Y así, mucho más ordenada y civilizadamente que como proponía el vikingo germánico que lee al revés nos dirigimos a Trabzon, donde quizás, porque eso nunca se sabe, estaría el perseguido, el ansiado, el eternamente codiciado, pero sobre todo el impresentable que se fue de nuestras vidas sin decir nada, el que se aparece en sueños: Glorio.   

jueves, 10 de marzo de 2011

Capítulo IV

“Glorio está en Georgia”

Era muy fácil de decir pero llegar a ese país desde la Capadocia, con nuestro presupuesto, no era moco de pavo.

Amelia y Robert, el hippie alemán, habían decidido que la mejor manera para llegar a nuestro objetivo era pasando por Ankara.

_ Robert dice que es más largo, más interesante y más entretenido…pero sobre todo más barato.

A mí la idea no me convencía, me opuse como de costumbre: usando argumentos infalibles y una retórica impoluta.

_ No creo que un hippie sea alguien de fiar Amelia…y la historia ya nos ha demostrado de qué son capaces  los alemanes… ¿Qué podemos esperarnos de este…? ¿de este...?

Como respuesta a todos mis esfuerzos solo obtuve una ráfaga de miradas inexplicablemente acusadoras de Amelia y la expresión extrañada del aludido, que no entendía ni pizca de español, pero que antes de comprender nada ya suponía que lo que yo decía era una tontería.

La verdad es que no quería enfadarme con nadie y acepté.

El viaje en autobús fue largo, doce horas cruzando la noche por una autopista casi desierta. Al llegar a Ankara estaba amaneciendo, el cielo era una mezcla de colores violáceos, no había casi gente en la calle, hacía frio y apenas había ruidos. La primera impresión que me dio ese lugar fue que era una ciudad gris.

Según Robert, Ulús era el barrio idóneo para encontrar alojamiento.  Pasamos por una docena de pensiones hasta que la parejita encontró una de su gusto, una lo suficientemente aventurera. Costaba lo mismo que la primera, unos doce euros la habitación, pero estaba mucho más sucia.

_ ¡Pero si cuesta lo mismo que la primera!

El prusiano me miró con el entrecejo torcido y media sonrisa durante una milésima de segundo, me dio la espalda y cogió su mochila para dirigirse a la nueva habitación.

Amelia me volvió a taladrar con la mirada y esperó a que Robert desapareciera.

_ Es una pena que no entiendas alemán, podrías aprender mucho de Robert…

Iba a contestar pero Amelia levantó aun más la voz.

_ Él no tiene problema con dormir en cualquier lugar…es libre ¿sabes?...es… es ¡un alma libre!

“¿Un alma libre?”

Pensé en una respuesta a eso e iba a decirla en voz alta pero Amelia ya estaba subiendo a la habitación.

Me giré desorientado y los dos recepcionistas turcos me miraban al borde del ataque de risa. “lo que faltaba” pensé. Me dirigí a la habitación resignado.

Amelia estaba sentada en la cama con su nuevo amigo, yo me metí en el baño y cerré.

Una cucaracha se espantó cuando encendí la luz, la bombilla desnuda parpadeaba y mostraba de forma intermitente los azulejos mugrientos y un agujero en el suelo, que supuse que era el wáter, de la pared asomaba un tubo oxidado, la ducha, no había lavamanos.

Las risas de Robert y Amelia provocaron que centrara mi atención hacia ellos.

_¿Qué pasa?_ pregunté desde el otro lado de la puerta.

_Robert tiene un plan_ respondió Amelia entusiasmada, amable, como si no acabara de gritarme.

Salí del baño, el alemán había desplegado un mapa arrugado de Turquía y estaba marcando algo con un bolígrafo.

_Podemos llegar a Hope, la última ciudad antes de llegar a Georgia, sin pagar ni un céntimo.

La miré levantando una ceja.

_Dice que podemos ir andando, cabalgando, haciendo autoestop…pero que conoce a un amigo que hace dos años cruzo Turquía sin gastarse ni un céntimo… ¡¿no es estupendo?!

No podía creerlo, menuda sarta de despropósitos. He de confesar que la idea me aterraba y que el sentido aventurero que ellos parecían compartir a mí no me inspiraba ninguna tranquilidad, de todas maneras lo que más me envenenaba era que Amelia decía amén a todos los sermones del recién conocido. 

_Y no crees Amelia, que si seguimos ese modus operandi nunca encontremos a Glorio.

Todos nos sorprendimos de la sensatez de mi argumento, Amelia parecía dudar pero finalmente respondió.

_No, no lo creo, yo creo que es la mejor manera de encontrarle.

Se hizo el vacío, no entendía nada. Simplemente me puse una bufanda y me fui de la habitación, ese alemán me estaba robando a la repelente de Amelia y no sabía qué hacer. Buscaría a Glorio por mi cuenta, le encontraría, recogería a Amelia y volveríamos a casa.

Bajé hasta la recepción y miré a los dos empleados del hotel. Uno estaba tras el mostrador de madera descorchada leyendo una revista y el otro estaba sentado en uno de los sofás marrones, que antaño habían sido burdeos, mirándose algo en los zapatos. Se irguieron de golpe y me saludaron con una sonrisa.

Uno de ellos se acercó a mí y empezó a hablarme en turco.  Me sentía como me había sentido en el gran Bazaar de Estambul, solo y desamparado. No le contesté y me fui, escapando de la situación y rezando casi por tropezarme de pronto con nuestro amigo desaparecido.

La calle del hotel era ancha, con mucho asfalto y ningún árbol, torcí a la derecha. No había casi nadie andando a esas horas por las aceras, eran las siete de la mañana.

Noté que uno de los recepcionistas me gritaba algo a solo algunos metros por detrás, aceleré el paso asustado. Un coche destartalado pasó a toda velocidad perdiéndose a lo lejos. El hombre volvió a gritar, estábamos solos en la acera, aligeré más el paso para alejarme pero notaba que él hacía lo propio. Cada vez estaba más cerca y yo estaba a punto de echarme a correr.

El frío se colaba en mis entrañas y el miedo me hacía temblar, respirada cada vez más deprisa.

“¿Dónde coño te has metido Glorio?”

El recepcionista me cogió del brazo con fuerza, hasta detenerme bruscamente. Intenté librarme pero el alzó la voz hasta dejarme congelado:

_¡Hey!, ¡hey!, !hey!

Me giré y encontré unos ojos azules detrás de una gran nariz turca, mirándome con severidad.

De pronto se formó una sonrisa en sus labios y me enseñó mi bufanda, se me había caído en la escalera.

Le miré avergonzado y me dio una palmadita en la espalda. Estuvimos un rato así, en la calle, observándonos. No sabía cómo salir de la situación, le di las gracias, en español, pero el hombre seguía ahí. Se me ocurrió que podía preguntarle desde dónde podría acceder a internet, era una escusa para librarme de él.

No funcionó. Entendió a que me refería y se ofreció para acompañarme.

Encaminamos la avenida hacia dónde él me dirigía. Yo seguía tiritando a intervalos irregulares, el hombre se dio cuenta y me paró con un golpe seco en el pecho. Volvió a asirme del brazo y me hizo entrar por una puertecilla oscura.

En el local había media docena de mesas llenas de hombres que se escondían detrás de una enorme cortina de humo. Todos fumaban y bebían té mientras jugaban a algo que yo no entendía. Como no había sitio el recepcionista me acercó a la barra y miró al camarero. En pocos segundos nos pusieron delante dos vasos de cristal con té hirviendo.

_Mustafá.

Le miré extrañado y repitió la palabra señalándose a sí mismo.

Mustafá me obligó a beber, el té estaba amargo pero sentí como mi cuerpo se templaba. En un cuenco había terrones de azúcar duro, mi nuevo protector me enseñó a ponerme uno entre los dientes y volvió a insistir para que bebiera, el sabor de la infusión mejoraba notablemente con ese sistema.

Tiró unas monedas encima de la barra y volvió a conducirme a la salida.

Ya no hacía falta que me agarrara del antebrazo para que no me separara de él. Seguimos caminando en silencio, unos cientos de metros. Poco a poco las calles iban llenándose de vida, cada vez había más tráfico y muchos tenderos empezaban a montar puestecitos de todo tipo en las aceras.

De vez en cuando Mustafá me miraba de reojo, pero su expresión era serena, paciente.

De los tonos violáceos del amanecer el cielo había pasado a ser de color oscuro amenaza. Los dos tuvimos que entornar nuestras miradas para resguardarnos de las fuertes rachas de viento que, de pronto, nos regalaba la inmensidad.

Calló el primer copo, lo vi sobre mis zapatillas oscuras. Alcé la vista y vi que una danza de compañeras heladas volaba por los aires hasta postrarse en lo primero que encontraban, empezaba a nevar, primero suavemente.

En pocos segundos una avalancha de gotas petrificadas en blanco empezaron a cubrirlo absolutamente todo.
Yo solo llevaba encima un jersey de lana y la bufanda, en pocos segundos me calé por completo. Mustafá me invitó a adéntrame en un portal para resguardarnos.

_¿Internet? _ me preguntó con media sonrisa, mientras se arreglaba el abrigo.

_¡Achús!_ respondí, me iba a recuperar para responde algo mejor pero_ ¡Aaachús!

Mustafá se rio y volvió a invitarme a acompañarle, esta vez corriendo, le seguí.

Se detuvo frente a una gran puerta, custodiada por dos leones asiáticos que vigilaban a ambos lados bajo y me apremió a entrar.

Entramos en un recibidor minúsculo y congelado en el que había una ventanilla y una puerta cerrada. Mustafá golpeó  el cristal con los nudillos hasta que apareció una turca con cara de pocos amigos. Hablaron y mi amigo le dio unos billetes.

Apareció un hombre por la puerta y nos dijo con un gesto sutil que le acompañásemos, bajamos unos escalones y nos encontramos en un recibidor más grande y más cálido revestido de mármol beige. Nos indicó otra puerta con la mano y nos adentramos. Era un vestuario.

Mustafá se desnudó y se cubrió con una toalla mientras sonreía emocionado, esperando lo que fuese que tuviéramos que esperar. Al principio dudé, pero mi ropa estaba empapada y congelada.

La toalla estaba caliente y el ambiente era agradable, Mustafá se dirigió a otra entrada y desapareció, yo le imité. Mis pies desnudos se encontraron con un suelo cálido revestido del mismo material que todo lo demás, mármol beige. La sala tenía forma circular y los techos eran muy altos. Había varias camas de esa piedra semipreciosa y sobre algunas de ellas había hombres estirados, algunos conversaban entre ellos y otros simplemente se relajaban con un masaje. Uno de ellos era Mustafá.

Me acerqué a él, me miró con cara de infinita satisfacción y me sonrió. Esperé a que unas manos sin rostro empezaran a masajear mi piel, empecé a sudar y a relajarme...

“¿Por qué se habrá ido Glorio? ¿Valdrá la pena buscarlo? Cosas como ésta me dicen que sí, que vale la pena.”


      “¿Y ese hombre, Mustafá? ¿qué consigue con todo esto?.... Su sonrisa lo dice todo”

      ”Amelia…”

      “Amelia…Le llevaré una taza de chocolate caliente cuando vuelva”


Y ese último pensamiento hizo que yo también sonriera.

Al cabo de una hora de satisfacciones y baños de vapor volvimos al vestuario, me duché y me vestí con la ropa limpia y seca que algún empleado había dejado en mi casilla. Pese a nuestras dificultades comunicativas: yo solo hablaba español y él solo hablaba turco, pudimos explicarnos muchas cosas.

Me contó que le había divertido como me había tratado Amelia y la cara que yo había puesto. Yo le conté que su hotel apestaba, él asintió. Aun y así, continué, su trato suplía con creces las deficiencias de la habitación que nos había dado. Su sonrisa ante esas palabras era franca.

Parecía mentira que el mundo frío y hostil que habíamos dejado fuera pudiese seguir existiendo, pero existía. La nevada había frenado pero el cielo seguía encapotado, empezamos a andar.

_¿Internet?_ comentó Mustafá con una sonrisa pícara. Yo asentí.

Volvimos al hotel sorteando montones de nieve virgen, al llegar a la entrada se paró y respiró hondo. Puso su mano sobre mi hombro y, antes de entrar en su recepción,  me señalo un local de internet que estaba a solo veinte pasos.   

Sonreí, Mustafá solo quería pasear conmigo.

En el cibercafé me dieron un ordenador que funcionaba francamente bien, aunque el teclado turco era horrible para un español, como todos los que me encontraría en el viaje.

De forma automática abrí varias páginas rutinarias. Nada nuevo, una tal Natie Barcelona, que no sabía por qué era mi amiga, había ido a una discoteca el viernes, alguien estaba viajando por Perú y un colega se había rapado el pelo ante la admiración de decenas de “comentaristas”.

Solo un mensaje en mi correo me llamó la atención: “sin asunto” y de “remitente desconocido”.

!Era de Glorio!



Estoy de camino a Hope, en algunos días cruzaré la frontera.

Nunca me olvidéis, nunca me abandonéis.


“¡A ha! el alemán no iba del todo desencaminado, está yendo a Georgia ¡y nosotros vamos a Hope!”. Pagué y salí corriendo en dirección a la habitación, me paré frente al hotel. Faltaba algo. Miré a mi alrededor y encontré un puesto de chocolate caliente.

Empecé a subir las escaleras entusiasmado, pero con cuidado, el vaso de cartón aun quemaba.

Abrí la puerta de una patada.

_ !Amelia!_ dije emocionado.

El alemán la rodeaba con los brazos, se estaban besando.

Es difícil de imaginar a un valiente soldado escapando de la batalla, no hay razón que entienda lo incomprensible, pero como reza el refrán árabe: "en momentos de oscuridad es cuándo mejor se ven las estrellas".  Y no, esta vez no... no tiene ningún sentido... no os voy a engañar.

Seguiré buscando a mi amigo, al querido, a Glorio. Él me lo pidió. Pero sinceramente, esta vez, creo que está más lejos que nunca.